Por Cecilia Guilá P
Desde Yakarta.
La capital Indonesia, Yakarta, vive días convulsos. Lo que comenzó como una protesta por un subsidio desmesurado a parlamentarios ha derivado en una ola de disturbios que recuerda, en su intensidad y rabia, al estallido social chileno de 2019.
Indonesia arrastra desde hace años una herida abierta: corrupción sistémica, desigualdad abismal y pobreza estructural. Mientras las élites disfrutan de privilegios intocables, millones de personas sobreviven con salarios miserables y servicios básicos precarios. “Queríamos regalarle un microondas a la nana para el matrimonio de su hijo —cuenta una residente—, pero no aceptó: su casa no soporta el consumo eléctrico de un refrigerador y un microondas a la vez”.
La educación, lejos de ser una vía de progreso, perpetúa el rezago. Oficialmente obligatoria hasta cuarto básico, en la práctica se queda corta. Faltan profesores capacitados, infraestructura adecuada y voluntad política real para romper el ciclo de pobreza, especialmente en zonas rurales.
La indignación se desbordó cuando salió a la luz que los parlamentarios reciben 3.000 euros mensuales en subsidios para vivienda, en un país donde el salario mínimo ronda los 300 euros. Sumado al alza de precios e impuestos, la noticia fue el detonante de una furia contenida durante años.
A las demandas por mejores salarios y una reforma laboral, se añadió la muerte de un motorista atropellado por un carro policial, hecho que se convirtió en símbolo de la represión.
Yakarta fue el epicentro inicial, pero las llamas se propagaron a ciudades como Yogyakarta y Makassar. Autos y edificios gubernamentales arden, estaciones de metro vandalizadas, saqueos, cientos de heridos y al menos tres muertos marcan la semana más violenta que el país ha vivido en años.
En las calles, la gente habla de dignidad, hartazgo y justicia. En los pasillos del poder, el gobierno llama a la calma mientras la moneda se desploma y el mundo observa con cautela.








